Las estrellas, más pequeñas que las que dejó en su tierra, titilaban débilmente mientras la luna se ocultaba indiferente al drama que a sus pies se vivía.
Con el rostro apoyado en el húmedo madero al que se asió cuando la barcaza en la que iba fue abatida por un fuerte golpe de mar cerró los ojos, exhausto. Con él, otras veinte personas habían emprendido, cabizbajos y trémulos, el incierto viaje a una nueva tierra para librarse del horror de vivir en el centro del apocalipsis de la incesante metralla y carencias que los diezmaba sin tregua, en busca de una segunda oportunidad para sobrevivir unos, de encontrar los medios para ayudar a su gente, como era su caso, otros.
Apenas sentía el entumecido cuerpo y la sed que lo deshidrataba, solo un dolor punzante dentro del pecho, el de unas lágrimas secas que estallaban en su mente. Sí él moría, con él lo harían también las esperanzas de quienes habían agotado sus últimos recursos para que hiciera ese viaje y pudiera sacarlos, a su vez, del infierno en el que esperaban su salvación.
Había perdido la noción del tiempo que llevaba flotando a la deriva con el anhelo de ser rescatado o de que las corrientes le permitieran arribar a alguna costa, no recordaba ya cuando dejó de oír las voces de quienes iban con él, la negrura de la noche le envolvía y sus dedos resbalaban lentamente de la tabla mientras el mar le cubría.
Juana Aucejo
Relato con el que participo en la alambrada de Miguel Torija (la colinanaranja.blogspot.com.es), una iniciativa para denunciar las situaciones infrahumanas que sufren los refugiados en cualquier parte del mundo.